Me zambullí en la reumatología en el año 1977, momento en el que inicié la especialidad tras haber realizado 2 años de medicina interna. El MIR aún no había nacido pero eran ya muchos los hospitales que ofrecían una enseñanza reglada. En ese momento aún era posible obtener el título de la especialidad acudiendo a una escuela profesional. Muchos colegios de médicos incluían en la colegiación la especialidad sin solicitar documentación sobre ella, y era común acudir a consultas en las que colgaban simultáneamente títulos de lo más variados. Estábamos en una España que intentaba sacudirse de encima la dictadura y, llena de ilusión, quería ser un país moderno y homologable con los mejores.
En esos años el país porfiaba por vertebrarse de una forma nueva, reconciliar definitivamente unos con otros y crear un país para todos, modernizarse en todos los aspectos, adherirse a Europa y sentar las bases de un estado en el que nos sintiéramos todos cómodos y orgullosos de pertenecer a él. La base que debía permitir seguir adelante fueron la democracia y el pacto.
Todo ello sucedía mientras nosotros nos formábamos en un sistema sanitario precario, mal vertebrado, mal financiado, con un desarrollo no homogéneo y grandes diferencias entre territorios. Todo se suplía con la ilusión que contagió masivamente a ciudadanos y profesionales. En ese momento la implantación de la reumatología era muy escasa en los centros hospitalarios; su dependencia de las cátedras y servicios de medicina interna, casi total; su presencia en la universidad, mínima. Mayoritariamente eran servicios asistenciales ambulatorios con pocas o ninguna cama a su disposición, su actividad en las conectivopatías, casi inexistente, su tecnología iba poco más allá del microscopio para análisis de cristales y excepcionales reumatólogos artroscopistas, la presencia de reumatólogos formados en el extranjero era mínima; los centros donde formar residentes, muy escasos, y la SER, pequeña, dividida y enfrentada.
Mi inicio en la especialidad, al igual que mis otros compañeros del resto del país, me colocó en un bando, como cuando en la guerra civil eras nacional o republicano según donde estabas en el inicio de la contienda. Así recuerdo mi primer Congreso de la SER, que tuvo lugar en Tenerife. En ese congreso los de un grupo no saludaban a los del otro, se hospedaban en hoteles distintos y se atacaban sistemáticamente las presentaciones de unos residentes cuya grave falta era trabajar en un centro del otro bando. Las asambleas acababan con demandas en juzgados y presencia de notarios. En esa época la SER no tenía sede, su política cambiaba con cada presidencia, su contabilidad y sus archivos eran inexistentes y su dependencia de la industria y las agencias exteriores era tan grande que determinaba su política y sus acciones.
A medida que el país cambiaba, nuestra sanidad y nuestra especialidad empezaron su gran transformación. Todos fuimos conscientes de la imperiosa necesidad de implicarnos profundamente en las transformaciones del país, la sanidad y la especialidad. Así entramos definitivamente en un país plenamente democrático, la sanidad se universalizó, las diferencias territoriales fueron progresivamente neutralizándose, la formación de especialistas se impuso de forma reglada gracias a la implantación del MIR, los hospitales fueron adquiriendo servicios de reumatología, muchos de ellos se acreditaron para la docencia y aumentaron sus plantillas, profesionales con formación reglada se repartieron por todo el territorio, y empezó la promoción de la investigación de forma seria e intensa gracias al Fondo de Investigación de la Seguridad Social.
Este proceso de transformación del país, la sanidad y la especialidad ha ido a la par de una revolución tecnológica de ámbito planetario que nos ha afectado a todos como ciudadanos y como profesionales. En el año 1977 publicar un trabajo de investigación clínica tropezaba con dificultades casi insalvables. Era difícil encontrar metodólogos, heroico buscar la bibliografía en el Index Medicus, que acumulaba decenas de ejemplares en anaqueles de inhóspitas bibliotecas, y prácticamente imposible encontrar un traductor especializado en inglés médico, conocedor de las exigencias de las revistas internacionales.
Nuestro trabajo asistencial también se vio directamente transformado por la avalancha tecnológica, ya que aparecieron autoanalizadores, isótopos, tomografías computarizadas, resonancias, ecografías, determinaciones genéticas e inmunológicas, etc. La revolución afectó a todos los aspectos de nuestra profesión puesto que progresivamente se implantó la gestión en los hospitales y dispositivos de salud. Los ordenadores facilitaron datos masivos sobre la eficacia y la eficiencia de nuestro trabajo. Si en los setenta sólo importaba el diagnóstico, en los años que siguieron empezó a importar el cuándo y el costo con que se realizaba, más tarde se le añadieron conceptos nuevos sobre calidad. Nuestro lenguaje se fue transformando y debimos incorporar nuevas habilidades de gestión, y muchos empezamos a visitar escuelas de negocios para poder tener una relación de igual a igual con nuestros nuevos jefes, gestores todos.
La transformación real de nuestro mundo ha sido superior a cualquiera de las expectativas posibles en los años setenta. También lo ha sido la de la sanidad y la de nuestra especialidad, más tecnológica, más eficaz y eficiente y más desplegada que nunca, que sale hoy de los hospitales y crece ocupando espacios en la primaria, que tiene polos de excelencia en investigación lejos también de las grandes ciudades y que garantiza a nuestros ciudadanos, vivan donde vivan, un profesional de calidad próximo para atenderlos.
Un apartado especial merece la SER. Fuimos durante largos años una sociedad cainita, que siempre partía de cero tras sus batallas internas, débil ante las autoridades y la industria, y con una presencia internacional ocasional vinculada siempre a profesionales aislados y factores personales. Esta situación cambió a partir de la presidencia de Armando Laffón. Éste cogió una sociedad con déficit, sin proyecto ni norte, y gracias a él, y a los que seguimos su ejemplo, es hoy, diez años más tarde, una sociedad poderosa y respetada. El pacto, y la conformación de un proyecto colectivo, ha hecho posible las profundas transformaciones que han hecho de la SER lo que hoy es. ¿Qué es nuestra sociedad? Un lugar común para todos y una sociedad de servicios científicos para socios, autoridades e industria. ¿Cuál es su mejor activo? Haberse estructurado de tal forma que las alternancias afecten poco a su proyecto y haber creado una unidad de investigación, con extraordinarias capacidades que es hoy orgullo de todos. ¿Qué nos queda por hacer? Siempre queda mucho camino por delante y las realidades que afrontamos cada día nos sorprenden por su impacto y rapidez. Somos una sociedad demasiado presidencialista y deberíamos evolucionar de forma que algún día nuestro presidente sea más representativo que ejecutivo, y los grupos de trabajo tengan tanta fuerza que la sociedad ande ya sola. ¿Qué más queda? Cosas difíciles, como disminuir nuestra dependencia de la industria, mejorar la excelencia de nuestras actividades formativas, prever y facilitar la posible reacreditación futura de especialistas, abrirnos más a la sociedad, interactuar mejor con asociaciones de enfermos y autoridades, potenciar aún más nuestra unidad de investigación para facilitar el acceso a socios y especialistas en formación y posgrado, seguir profundizando nuestros vínculos y abrir nuestros servicios a las sociedades hispanoamericanas desde la colaboración y el respeto, entre otras. Hay algo que es imprescindible decir en este editorial, nos falta indexar nuestra revista, que es hoy también la del Colegio Mexicano de Reumatología. ¿Debemos definitivamente publicarla en inglés, como han hecho las sociedades del norte de Europa? La indexación de nuestra revista es imprescindible para evitar la imparable fuga de originales que sufren la reumatología española y la mexicana.
Siempre hay tarea por delante y nuevas generaciones dispuestas a arrimar el hombro. Si el futuro está siempre por escribir, la reumatología está mejor situada que nunca para hacerlo con rigor y eficacia. Detrás queda una historia llena de trabajos y nombres propios que han hecho nuestro hoy posible. No es objetivo de este editorial enumerarlos, son demasiados y dejarse alguno sería imperdonable. Por ello, y dados los hechos recientes, en homenaje a todos los reumatólogos que nos han precedido, deseo dedicar estas líneas al recuerdo de Jaime Rotés Querol. ¡Descanse en paz maestro!