Desde antiguo las “deformaciones esqueléticas” han suscitado un intenso poder de fascinación que rebasa el marco de la medicina para adentrarse en ámbitos como la antropología o el arte. Además del sentimiento de identificación-rechazo que provocan, ello puede deberse a la complejidad intrínseca de estos trastornos. Esto era ya evidente en el plano clínico y radiológico antes de que el desarrollo de las nuevas técnicas genéticas y bioquímicas lo pusiera de manifiesto con mayor profundidad. El impacto real de las enfermedades intrínsecas o constitucionales del hueso (ECO) no se ha establecido. Aunque individualmente tienen una frecuencia baja o muy baja, dado el elevado número de trastornos que comprende este concepto, es razonable que en conjunto se asocien a una morbilidad no desdeñable y que ocasionen una notable merma de la calidad de vida de los pacientes que las sufren1.
Una de las principales dificultades a la hora de emprender el estudio de estos procesos es definir las categorías que el propio concepto de ECO incluye, su definición y sus límites. La complejidad de las estructuras óseas, el diverso origen de sus componentes y la heterogeneidad de los mecanismos fisiopatológicos subyacentes explica la multiplicidad de las vías por las cuales el hueso y los tejidos afines pueden enfermar. Los intentos de clasificación inicial estaban basados en criterios parciales, faltos de uniformidad y, a menudo, carentes de una definición precisa. Así, incluían entidades cuya denominación correspondía a un rasgo evolutivo sobresaliente (p. ej., displasia tanatofórica: que provoca la muerte), a una característica clínica o radiológica notable pero no siempre esencial (displasia diastrófica: referente a las articulaciones dislocadas; displasia cleidocraneal: que afecta a la clavícula y al cráneo) o que hacía referencia a su posible mecanismo patogénico (osteogénesis imperfecta, acondrogénesis). Los trastornos complejos cuya propia existencia como entidad independiente era incierta se solía denominarlos por epónimos (síndrome de Ellis-Van Creveld, displasia de Larsen, etc.), que con frecuencia respondían a hallazgos casuales o irrelevantes, plagando así los primeros intentos de ordenar de manera sistemática estos trastornos.
Con el propósito de avanzar hacia una agrupación sistemática de las ECO del hueso que, a partir de una denominación homogénea y con criterios consistentes pudiera ser aceptada con carácter universal, un comité internacional de expertos reunido en París en 1969 elaboró la primera “Nomenclatura para las enfermedades constitucionales óseas”2. El Comité, liderado por Pierre Maroteaux, reconocía que no pretendían construir una clasificación general de las ECO sino poner orden en el maremágnum de conceptos abigarrados, términos confusos y epónimos abundantes que prevalecían entonces. De esta forma lograron establecer categorías nosológicas bien definidas y estandarizar la terminología. Asimismo, aclaraban que un intento de este tipo está siempre sujeto a revisión en la medida en que los avances técnicos, cuyo alcance ya se vislumbraba, produjeran una mejora en el conocimiento de tales enfermedades, en particular en el esclarecimiento de sus mecanismos etiopatogénicos. Esta idea resultó premonitoria ya que, desde entonces, el comité de expertos ha realizado hasta 6 revisiones3–8. Como resultado, lo que en la propuesta inicial2 y en las primeras revisiones3,4 era una mera “nomenclatura” basada en criterios clínicos y morfológicos, con el tiempo, a medida que los hallazgos genéticos y moleculares lo han ido permitiendo, se ha transformado en una “clasificación”5, “nomenclatura y clasificación”6 o “nosología y clasificación”7,8, que ya en la última revisión sustituye el término “constitucional” por el de “enfermedades genéticas del esqueleto”, en alusión directa al factor causal común a todos estos procesos8. Además, a partir de la quinta7 y, en particular, en la sexta revisión8, se han vuelto a incluir con amplitud a las disostosis óseas que, debido a las especiales dificultades que plantea, se había omitido o minimizado en ediciones anteriores.
Pero lo más relevante de esta, por el momento, última revisión es que mediante una combinación de criterios bioquímicos y radiográficos refleja los hallazgos genéticos y moleculares más recientes. Así, incluye 372 enfermedades bien caracterizadas ordenadas en 37 grupos con límites precisos. De ellas, 215 se asocian a diferentes alteraciones en uno o más de 140 genes, lo que habla del avance producido en los últimos años. Como ejemplo, cabe citar algunas líneas de investigación relevantes que dan una idea del esfuerzo que ha permitido este cambio cualitativo en la forma de abordar una cuestión tan compleja.
El receptor del factor de crecimiento fibroblástico (FGFR, por sus siglas en inglés) representa una familia de 4 receptores transmembrana de tipo tirosincinasa que, con diferente afinidad, ligan a los factores de crecimiento de los fibroblastos, regulando así la diferenciación de varias células de origen conjuntivo y neuroectodérmico. Además, los factores de crecimiento de los fibroblastos están implicados en la quimiotaxis, angiogénesis y apoptosis de éstas células, por lo que es un elemento clave en el normal desarrollo y crecimiento de las extremidades y del área craneofacial. La demostración de que el gen que codifica el FGFR-3 se encuentra en la región cromosómica 4p16.39 determinó una gran catarata de hallazgos en esta área. En 1994, dos grupos —Le Merrer en el INSERM de París10 y Velinov en Farmington CT, EE. UU.11— concluyeron, de forma independiente, que el gen causante de la acondroplasia estaba localizado en la región telomérica de la banda 16.3 del brazo corto del cromosoma 4. Al año siguiente, Bellus demostró que una sustitución de glicina por arginina en el codón 380 del receptor-3 del factor de crecimiento fibroblástico era el responsable de la acondroplasia12. Mas tarde, se descubrió que una mutación en el FGFR-1 da lugar a algunas formas de la craniosinostosis de Pfeiffer, mientras que las del FGFR-2 ocasionan las craniosinostosis de Apert y Crouzon, así como otras variantes de Pfeiffer13. Por fin, se demostró que distintas mutaciones en el FGFR-3, que es clave en la osificación endocondral y, por tanto, en la transformación normal de cartílago en hueso, dan lugar a los trastornos de la denominada “familia de la acondroplasia”14. Este importante grupo de ECO incluye la letal displasia tanatofórica, la acondroplasia y el SADDAN (acondroplasia grave con acantosis nigricans), así como la hipocondroplasia, el más leve de estos trastornos.
Sin duda, esta nueva forma de enfocar el problema de las ECO, basada en el conocimiento de sus mecanismos etiopatogénicos subyacentes, abre las puertas a la clasificación del futuro que integre morfología y función. Es decir, una clasificación con categorías basadas en la alteración genética-molecular de base en combinación con criterios morfológicos consistentes. Así, es posible reagrupar las ECO en función de su mecanismo patogénico en 7 grupos de claro significado funcional: defectos en las proteínas estructurales extracelulares, en las vías metabólicas, en el plegamiento o en la degradación de las macromoléculas, en hormonas y en mecanismos de transducción de señal, en proteínas nucleares y factores de transcripción, en oncogenes y en genes supresores de tumores, y en el procesamiento y el metabolismo del ARN y el ADN1.
Esta eclosión de hallazgos a escala molecular ha puesto de manifiesto la extrema complejidad funcional del hueso y del cartílago, con un amplio número de procesos celulares y vías metabólicas implicados en la génesis y el mantenimiento del esqueleto. Como resultado, aunque las manifestaciones clínicas y las técnicas de imagen siguen siendo cruciales para el diagnóstico diferencial de las ECO, el estudio genético y bioquímico se emplea cada vez con mayor frecuencia para lograr un diagnóstico preciso. Además, este nuevo enfoque favorece el desarrollo de técnicas de diagnóstico cada vez más fiables que, a su vez, permitirán clarificar los problemas de identificación y diferenciación de ciertas entidades, en particular en el grupo de las disostosis, que aún plantea la clasificación de las ECO. También facilita la colaboración interdisciplinar, elemento crucial en el abordaje de unos trastornos que presentan múltiples facetas. Por último, permite identificar dianas terapéuticas que posibilitan la consecución de fármacos seguros y eficaces para tratar estas afecciones todavía consideradas huérfanas de una atención que, sin duda, merecen.