Desconocemos la motivación que ha llevado al Dr. A Olive y a Reumatología Clínica a publicar una editorial que pretende rescatar un antiguo concepto, reumatismo psicógeno, utilizado entre 1960 y 1980 por algunos líderes de la reumatología para clasificar a los pacientes con fibromialgia1. Es difícil entender las aportaciones científicas que se derivan de esta nueva publicación para que haya sido admitida como artículo editorial en la revista, pero si se trata de recordar hechos históricos, debemos poner de manifiesto que esta época fue una de las más frustrantes para los pacientes por la incomprensión que generó en los mismos. La utilización del término psicógeno para identificar una enfermedad reumática, probablemente fue seleccionado entonces por no disponer de criterios clínicos de clasificación diagnóstica, por la falta de un conocimiento relevante sobre los mecanismos de desarrollo del dolor crónico y por la confusión equivocada entre la sintomatología y la conducta del paciente. La desatinada atribución a la situación psicológica como causa de la enfermedad, en lugar de verlo como una consecuencia de la misma, produjo un distanciamiento importante entre reumatólogos y pacientes, con una ausencia casi completa de investigación durante varias décadas, y contribuyó al desprecio por su tratamiento que en muchos casos dura hasta nuestros días. Estos hechos no son merecedores de ser reivindicados y afortunadamente están siendo superados tras el reconocimiento de la enfermedad por la OMS en 19922.
El escaso conocimiento que muestra el autor, confundiendo los «puntos gatillos» propios del dolor referido o irradiado con «puntos sensibles», reflejo del umbral nociceptivo, y la valoración no contrastada de algunas afirmaciones lo desautorizan en el análisis de este tema. La realidad es que la fibromialgia es la segunda enfermedad reumática más frecuente entre la población general3, los pacientes presentan un retraso diagnóstico de 6 años y la enfermedad discapacita al 40% de ellos para realizar su actividad laboral principal a largo plazo y un 23% son reconocidos con una invalidez permanente4.
El conocimiento actual de los mecanismos del dolor han cambiado nuestra visión de la fibromialgia. Esta enfermedad se caracteriza por un procesamiento aberrante del dolor donde las respuestas de control descendente, inhibitorias y facilitadoras, corresponden a un estado de sensibilización central5. Pero, las interesantes alteraciones funcionales y estructurales observadas también a nivel periférico en forma de neuropatía de fibra fina6–8 alejan las implicaciones psicológicas de su principal mecanismo. Muchos pacientes con fibromialgia no presentan diagnósticos psicopatológicos, y cuando lo hacen frecuentemente están relacionados con un trastorno adaptativo por las dificultades derivadas de su control.
Este conocimiento del dolor y sus consecuencias sobre la situación emocional y el patrón funcional agravante de la enfermedad, nos ha permitido identificar algunas pautas terapéuticas farmacológicas en el ámbito del dolor neuropático, y no farmacológicas en el ámbito de la adecuación conductual9, capaces de mejorar los síntomas, aunque no de erradicar la enfermedad.
En lo que sí estamos de acuerdo con esta editorial, es que la fibromialgia presenta unos altos costes sanitarios, tanto directos como indirectos10, y que probablemente puedan ser parcialmente atribuidos a una mala gestión de la enfermedad en el ámbito sanitario. La intervención política desarrollada por la solicitud de los pacientes a ser justamente atendidos, no acaba de compensar un escaso apoyo por parte de los profesionales sanitarios. En la actualidad, la ausencia de especialistas en reumatología interesados en la atención del dolor crónico y en los pacientes con fibromialgia es una realidad que podemos atribuir a este distanciamiento producido en parte, por la torpe teoría psicógena de una enfermedad cuyos mecanismos neurobiológicos son cada vez más comprensibles.